Aqui en silencio adoratriz contemple a Dios

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Basilica San Pedro , Vaticano

Amigos que Dios trae a este rincon de la red.

lunes, 12 de abril de 2010

VER A TRAVÉS DEL CORAZÓN




¿Qué camino debemos tomar para llegar a ese encuentro con el Padre al que aspiramos? ¿Qué facultades ha puesto a nuestra disposición para esto? ¿Será la inteligencia, como capacidad de conocer y de reflexionar? Escuchemos la respuesta de Jesús:

“Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber escondido estas cosas a los sabios y habérselas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien” (Mt 11, 25-26).

Esto parece extraño: el camino está cerrado a los inteligentes y a los que saben pensar y calcular. No es a ellos a quienes Dios ha decidido revelar sus secretos.

Sin embargo, ¿no nos ha dado Dios la cabeza y la capacidad de reflexionar, de ver las cosas, de imaginárnoslas, como medio para ponernos en contacto con los demás?

Efectivamente, estas facultades nos las ha dado Dios. Son buenas. Son indispensables. No debemos odiarlas ni despreciarlas. Pero debemos, sin embargo, reconocer sus límites.

Cuando pienso en un problema -o con más precisión en una persona muy cercana- con mi cabeza y no con mi corazón, la mantengo a distancia. La manipulo de manera que la puedo analizar a mi voluntad sin comprometerme con ella. En el fondo, no me implico, mantengo mis distancias, conservo mi seguridad respecto a esa persona.

Hago todo lo que puedo para conocerla sin dejar que me “lleve o contamine” el dinamismo que podría emanar de su corazón. Quiero permanecer libre respecto a ella. En ciertos casos, este método de actuar quizás sea bueno. Pero si lo que yo quiero es amar, seguro que no es éste el camino a seguir.

Jesús nos sigue enseñando:

“Todo me lo ha dado el Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre salvo el Hijo y aquel a quien el Hijo decide revelarlo” (Mt 11,27).

“Todo me lo ha dado el Padre”. Esto quiere decir que entre el Padre y el Hijo están suprimidas todas las distancias. Ninguno de los dos ha buscado conservar su seguridad ante el otro. Han asumido implicarse recíprocamente. Y de esta manera pueden conocerse uno a otro con un conocimiento de amor que se presenta como un misterio del que solo los iniciados pueden participar. “Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo”. Nadie le conoce porque nadie le abre su corazón. Si queremos conocer al Padre hay que aceptar el hecho de que vamos a recibir este conocimiento del Hijo en la medida en que él vea que nuestro corazón está preparado para acogerle.

Para conocer de verdad a Dios tendré que renunciar pues a mis seguridades. Tengo que eliminar las distancias que el pensamiento y el mundo material me permiten guardar respecto a él. Tengo que reconocer que soy vulnerable. Este hecho que yo suelo esconder tan bien, lo tengo que aceptar a plena luz del día, vivirlo, es decir dejar que se expresen las verdaderas reacciones de mi corazón. A partir de este momento tendré la oportunidad de ponerme en relación con el Padre y el Hijo… y con todos mis hermanos.

Esto significa -en la realidad concreta- que tengo que aceptar situarme al nivel de mi corazón. Le tengo que dar el derecho a existir, a manifestarse, a expresarse según su propio modo, es decir a través de sentimientos profundos: confianza, alegría, entusiasmo, pero también miedo, a veces angustia, rabia. Esto no quiere decir que hay que vivir al nivel de la sensibilidad superficial. Al contrario, significa que tenemos que aceptar que se están desarrollando en nosotros esos movimientos profundos que nos llevan a encontrar la verdadera cara del otro. Eso es ser “pequeño”: expresarse espontáneamente y dejarse querer por el que está ante nosotros. ¡Qué difícil es tener el valor de ser pequeños!

Estas reflexiones que se sitúan en el contexto del Evangelio también encuentran su sitio en un proceso psicológico normal. Los dos niveles son evidentemente distintos, pero se completan y compenetran. Tenemos que aprender a llegar a todo a través de la mirada de amor de Jesús hacia todas sus criaturas e incluso hacia las personas divinas. Eso es lo que yo llamo “ver con el corazón”: aceptar que el Hijo me revela al Padre si yo soy capaz de asumir esta revelación, es decir siempre y cuando, y según mi capacidad de ser humano, que haya en mí y en mi corazón una imagen de la relación de intimidad que existe entre el Hijo y el Padre.

por un cartujo

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"No debáis nada a nadie, sólo sois deudores en el amor" (Rm 13,8)

Usa el crucifijo . Da testimonio de Cristo Vivo .

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