Aqui en silencio adoratriz contemple a Dios

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Basilica San Pedro , Vaticano

Amigos que Dios trae a este rincon de la red.

lunes, 12 de abril de 2010

EL MISMO ESPÍRITU ORA EN MÍ

Estamos hablando de oración. ¿Pero sabemos rezar? Me pregunto si incluso sé en qué consiste la verdadera oración. Sinceramente tengo que admitir que no. Siento en mí un llamamiento profundo en un sentido, pero sigo en la oscuridad. Felizmente:

“El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad; pues no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. El que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu porque conforme a la voluntad de Dios intercede por nosotros” (Rm 8, 26-27).

La oración está en mi corazón. Brota de mi corazón. Y, por tanto, no es obra de mí solo. El Espíritu que me ha sido dado, ocupa enteramente mi corazón y es el que reza en mi. El Espíritu viene del corazón de Dios deseando encender en mi propio corazón la misma llama que en el suyo.
por un cartujo

Conocemos todos los pasajes de san Pablo que nos repiten lo mismo pero ¿no tenemos demasiada tendencia a considerarlos como algo puramente teórico? O, por expresarnos de manera más noble, como “verdades de la fe” es decir algo de lo que se habla con convicción pero que lo vivimos en total oscuridad.

Esta presencia del Espíritu en mi corazón seria algo que se situaría únicamente al nivel de Dios y con la cual no podría yo comunicarme más que a través de fórmulas intelectuales. La misma realidad escaparía totalmente de mi experiencia. ¿Es esto lo que verdaderamente quiere decir san Pablo?

En reacción ante lo que esta actitud tiene de excesiva, ¿es necesario exigir que toda existencia cristiana auténtica sea una experiencia de Espíritu, como la de los Apóstoles cuando recibieron las lenguas de fuego el día de Pentecostés? Esto nunca lo ha enseñado así la Iglesia. Pero, entre los dos extremos, se sitúa una actitud verdadera, accesible a todos los cristianos, en la que la presencia del Espíritu en nuestras vidas es una realidad que tiene una influencia directa sobre nuestra manera de ser, sobre nuestras relaciones de amor con nuestros hermanos y sobre nuestra oración.

Si retomamos las diferentes etapas de las que hemos hablado, constatamos una progresión. Renunciar a considerar el centro de nuestra actividad de oración al nivel de la cabeza, de las representaciones, de los sistemas de pensar, entrar en nuestro corazón, y descubrir todo un mundo desordenado de emociones y heridas que emanan de nuestro corazón y que tienen necesidad de ser purificadas. Tenemos que descubrir que hay una posibilidad efectiva de integrar todas las heridas de nuestro corazón en el movimiento de la redención, sacándolas a la luz, de manera que las podamos ofrecer conscientemente a la acción redentora de Jesús.

De esta manera y sin haberlo dicho, hemos conseguido hablar del movimiento del Espíritu en nosotros. Podemos realizar lo que acabo de decir, o sea que, realmente, el Espíritu del Señor actúe en nosotros, que nos permita desenredar, en la compleja red de nuestras emociones, lo que podemos ofrecer con paciencia y perseverancia a la gracia de purificación y de resurrección del Salvador. Todo lo que hemos hablado es ya obra del Espíritu.

Sigamos el mismo camino. Más allá de todos los movimientos caóticos del corazón y sobre todo a partir del momento en que Jesús empieza a restablecer el orden en él, observamos movimientos menos confusos que progresivamente acaban siendo ordenados y así sin más cuidado, el fondo de nuestro corazón aprende a volverse espontáneamente hacia el Señor. Y únicamente más tarde, observando lo ocurrido, nos damos cuenta de que, en verdad, el Espíritu del Señor ha estado actuando en lo más profundo de nuestro corazón en pleno silencio y con mucha discreción. A medida que la paz se instala, nace un cierto dinamismo misterioso con el que tenemos que aprender a cooperar.

De esta manera nos acostumbramos a asumir todos los movimientos de nuestro corazón, los buenos, los menos buenos y los malos, para orientarlos hacia Dios. Unos provienen directamente del Padre y vuelven a él. Otros necesitan estar transformados y asumidos por la muerte y la resurrección de Jesús. Todos piden estar integrados conscientemente en este dinamismo del Espíritu extendido en nuestros corazones. Se trata de aprender a estar atentos a los movimientos de nuestro corazón para llegar a unirlos voluntaria y conscientemente a la acción del Espíritu Santo que mora en nosotros.

Todo esto no supone ninguna “gracia mística”. Es cuestión únicamente de darse cuenta, con ayuda de la ternura y de la simplicidad, de que nuestro corazón sigue vivo y que esta vida la podemos ofrecer al Espíritu Santo para que él la lleve en su movimiento hacia el Padre.

San Pedro dice que el Espíritu nos habla con susurros difíciles de expresar. Esto último merece que le prestemos atención. La acción normal del Espíritu no es darnos ideas claras, ni iluminarnos, ni nada de esto. La acción del Espíritu consiste en llevarnos hacia el Padre.

“Todos los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Porque no habéis recibido el espíritu de esclavos para caer en el temor; si no que se os ha dado un Espíritu de hijos adoptivos que os hace gritar: “¡Abba! Padre!” El Espíritu en persona se une a nuestro espíritu para confirmar que somos hijos de Dios”.

El Espíritu es un testigo, un dinamismo que nos arrastra. No busquemos para nada atraparle, identificarle, asirle con el fin de poder controlarle. Esto significaría expulsarle de nuestro corazón y apagarle. Dejémosle libertad plena para orar en nosotros con su manera velada, oculta y misteriosa que valoraremos luego por los resultados. Cuando empecemos a constatar que estamos aprendiendo a rezar y que, sin saber por qué, somos capaces de pedir a Dios y ser acogidos, podríamos considerar que a pesar de todas nuestras debilidades evidentes, el Espíritu ora en nosotros.

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"No debáis nada a nadie, sólo sois deudores en el amor" (Rm 13,8)

Usa el crucifijo . Da testimonio de Cristo Vivo .

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