Aqui en silencio adoratriz contemple a Dios

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Basilica San Pedro , Vaticano

Amigos que Dios trae a este rincon de la red.

lunes, 12 de abril de 2010

MI DEBILIDAD, LUGAR PARA DESCUBRIR Y ENCONTRAR LA Ternura del PADRE

El reflejo espontáneo del ser humano es tener miedo de sus propias debilidades. En el momento en que constatamos que no siempre podemos contar con nuestras propias fuerzas, una cierta inquietud nos invade y corremos el riesgo de acabar angustiados. De hecho, todo lo escrito hasta aquí nos lleva a perder la seguridad personal que tenemos, sacando a la vista nuestra vulnerabilidad, nuestros desequilibrios escondidos, los límites de nuestra condición de criaturas, etc. Y cada vez decimos: sólo hay una solución que consiste en reconocer la verdad de lo que somos y entregarla al Señor para que se ocupe de ella.

Acordémonos del episodio de la tormenta calmada. Los apóstoles están asustados por la tempestad que sacude el barco y despiertan a Jesús que les pregunta sorprendido: “¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?” Luego, con un solo gesto calma las olas.

¿Por qué tener miedo de mis debilidades? Existen. Durante mucho tiempo me he negado a mirarlas a la cara. Poco a poco he empezado a domesticarías. Estoy obligado a reconocer que forman parte de mi mismo. No son un efecto exterior del cual podré deshacerme definitivamente un día. Aún más: si tuviera la tendencia a olvidarlas, el Padre se encargaría rápidamente de recordármelas. Me permitirá algún error, ante el cual no podré negar mi naturaleza de pecador. Dejará que la salud me falle de tal forma que tendré que declararme vencido y entregarme sin defensa al amor del Padre. Así me hará comprobar, sin posibilidad de duda alguna, la gran limitación de mis facultades.

Pero lo nuevo en todo esto es que a partir de ahí, en lugar de representar un peligro para mí, mis propias debilidades se convertirán en una oportunidad para ponerme en contacto con Dios. Por esta razón tengo que dejarme domesticar por ellas; dejar de considerarlas como un lado inquietante de mi personalidad para verlas como una dimensión deseada o aceptada por el Padre. Esto no supone un paso atrás sino una estructura fundamental de la vida divina tal y como me ha sido dada. Cuando me veo inesperadamente enfrente de una nueva debilidad de mi carácter que todavía no había descubierto, mi primera reacción debería ser intentar ver al Padre en ella en lugar de asustarme.

Entonces, ¿cómo no plantear una pregunta? La transformación de la debilidad -parecida en todo a un fracaso- en victoria del amor ¿podría ser una especie de recuperación a través de la cual Dios transforma el mal en bien? o, al contrario ¿no estaríamos en presencia de una dimensión fundamental del orden divino?

Muchas cosas se podrían decir sobre este punto. Conformémonos con comprobar simplemente que incluso en la naturaleza todo auténtico amor es una victoria de la debilidad. Amar no consiste en dominar, poseer o imponerse. Amar quiere decir acoger al otro sin pensar en defensa o protección, teniendo, por tanto, la certeza de ser acogido de todo corazón por el otro sin ser juzgado, condenado y, aún menos, comparado. No hay pruebas entre dos seres que se aman. Hay una especie de inteligencia mutua interior gracias a la cual no se teme ningún mal que venga del otro.

Esta experiencia, aunque nunca llega a ser perfecta, es bastante convincente. Y por lo tanto es solo un reflejo de la realidad divina.

A partir del momento en que empezamos a creer de verdad, con el corazón, en la ternura infinita del Padre, nos sentimos en cierto grado

obligados a ir bajando -cada vez más y más- hacia una aceptación positiva y alegre del hecho de no tener, no saber, no poder. En esto no hay ninguna autohumillación malsana. Simplemente estamos penetrando en el mundo del amor y de la confianza. Y así, casi sin darnos cuenta, entramos en comunión con la vida divina. Las relaciones del Padre y el Hijo en el Espíritu son, a un nivel que desborda totalmente nuestra capacidad de comprender, la encarnación perfecta de esta debilidad plenamente asumida en la comunión.

De manera más cercana a nosotros, se manifiesta la ternura íntima del tres veces Santo en la relación del Hijo encarnado con su Padre. ¿Cómo no asombrarse de la serenidad y de la infinita seguridad con la que Jesús declara tranquilamente que él no tiene nada suyo, que no puede hacer nada por si mismo si no fuera por el Padre? ¿Qué hombre aceptaría semejante desposesión? Por lo tanto ¿no es ésta la dirección que estamos obligados a seguir si queremos realmente vivir en la profundidad de nuestro corazón tal y como lo ha creado el Padre y tal y como lo ha transformado a través de la muerte y la resurrección de su Hijo?

María nos orienta en el mismo sentido. El Magnificat es a la vez un cántico de triunfo y el reconocimiento de un desprendimiento total.

Ambos van a la par. Desde el principio ella reconoció y aceptó su completa debilidad y así fue capaz de acoger al Hijo que el Padre le da. Ella se convirtió en la Madre de Dios porque es la que está más cerca de la pobreza de Dios
por un cartujo

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"No debáis nada a nadie, sólo sois deudores en el amor" (Rm 13,8)

Usa el crucifijo . Da testimonio de Cristo Vivo .

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