Ante la reputación de los hombres prefiere naufragar en la verdad antes que en la humildad; pero ante Dios naufraga en las dos. Si la culpa es tan clara que no puede taparse con estratagema alguna, entonces hace suya la voz del penitente, pero no el corazón; con esta voz borra la mancha, pero no la culpa. Así, la ignorancia de una clarísima transgresión queda contrarrestada con el noble gesto de una confesión pública.
En cambio, el que se acusa con fingimiento, puesto a prueba por una injuria incluso insignificante, o por un minúsculo castigo, se siente incapaz de aparentar humildad y disimular el fingimiento. Murmura, brama de furor, le invade la ira y no da señal alguna de encontrarse en el cuarto grado de humildad. Más bien pone de manifiesto su situación en el noveno grado de soberbia, que, según lo descrito, puede ser llamado, en sentido pleno, confesión fingida. ¡Qué confusión tan enorme bulle en el corazón del soberbio! Cuando se descubre el fraude pierde la paz, se va marchitando la reputación y, mientras, queda intacta la culpa. En fin, todos le señalan con el dedo; todos le condenan, y la indignación sube de tono cuanto más descubren el engaño del que hasta ahora eran víctimas. El superior debe mantenerse firme; y piense que, si le perdona, ofendería a todos los demás.
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