Aqui en silencio adoratriz contemple a Dios

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Basilica San Pedro , Vaticano

Amigos que Dios trae a este rincon de la red.

domingo, 6 de febrero de 2011

DE LOS CAMBIOS REPENTINOS QUE EXPERIMENTA EL ALMA

11. En cierta ocasión le preguntamos a este bienaventurado Daniel: ¿A qué es debido que a veces, hallándonos en nuestras celdas, sintamos nuestro corazón henchido de inmensa alegría, y, en medio de un gozo inefable, nos sintamos como invadidos por una oleada de sentimientos y luces espirituales? Es un fenómeno de tal naturaleza que no puede traducirse con palabras. Incluso la mente se siente incapaz de concebirlo. En estas circunstancias, nuestra oración es pura y sumamente fácil. El alma, colmada de frutos espirituales, conoce como por instinto que su plegaria, prolongada aun durante el sueño, se eleva con gran facilidad y eficacia hasta la presencia de Dios.

Pero acontece también que, de pronto, y sin mediar causa alguna-de la que seamos al menos conscientes---, nos sentimos presa de la más profunda congoja. Es una tristeza que nos abruma y cuyo motivo en vano intentamos indagar. La fuente de las experiencias místicas queda súbitamente como restañada. Inclusive la celda se nos hace poco menos que insoportable. La lectura nos causa disgusto, y la oración anda errante, desquiciada, como si fuéramos víctimas de la embriaguez. Ahí vienen los lamentos. Ensayamos dar marcha atrás e imprimir a nuestro espíritu la primera dirección, pero inútilmente. Cuanto más nos esforzamos en conducirle de nuevo a la contemplación, tanto más parece que se nos escapa de las manos y corre a deslizarse por la senda de la veleidad y la inconstancia. La mente queda desprovista de todo fruto espiritual, y tal es su esterilidad, que ni el deseo del cielo ni el temor del infierno bastan para despertarla de este sueño mortal y sacudirla de su letargo.



III. A nuestras palabras respondió el abad en esta forma

Nuestros mayores nos enseñaran que eran tres las causas que podían dar lugar a esa esterilidad espiritual de que habláis.

Unas veces podrá ser consecuencia inevitable de nuestra negligencia; otras, una tentación del demonio; y en fin, podrá constituir también una prueba a que tendrá a bien someternos el Señor. Será una secuela de nuestra negligencia cuando, a sabiendas, damos paso libre a la tibieza en nuestra alma. Obrando a la ventura y sin circunspección, procedemos en todo a la ligera. A ello se añaden la ignavia y la desidia, a cuyo ampzro se engendran los malos pensamientos que nutren nuestra mente. A partir de este momento nuestro corazón es como una tierra desnuda en la que no germinan más que abrojos y espinas. Y cuando empieza a brotar esta maleza, claro es que nos volvemos estériles. Inútil entonces querer cosechar nuevos frutos espirituales, ni mucho menos aspirar a la contemplación.

Pero cabe también en lo posible que el motivo de esa aridez del alma responda a una tentación, en cuyo caso el enemigo se desliza con destreza en nuestro espíritu sin que podamos advertirlo. No importa que estemos ocupados en buenos deseos o en santos quehaceres: solicita nuestra atención y nos aleja insensiblemente, sin complicidad alguna de nuestro querer, de los más excelentes pensamientos e intenciones.

IV. Finalmente, esta sequedad del alma puede proceder de Dios, y entonces puede ser doble el motivo.

En primer lugar, conviene que nos sintamos abandonados por El por algún tiempo para tener ocasión de experimentar nuestra natural flaqueza. Entonces, concibiendo sentimientos de humildad no, nos sentimos engreídos por la pureza de corazón con que anteriormente habíamos sido agraciados por la visita del Señor. En este estado de aislamiento en quo: Dios nos deja, comprobamos que ni los gemidos ni nuestra habilidad pueden hacernos recobrar aquella primera situación de optimismo y pureza. Comprendemos, al propio tiempo, que nuestro fervor no era fruto de nuestro esfuerzo, sino don gratuito de la dignación divina. Por lo mismo, nos es necesario implorar todavía, al presente, su gracia v su luz.

En segundo lugar, hay que buscar la razón de este desamparo de Dios en el hecho de que El desea probar por este medio nuestra perseverancia Debemos darle una prueba del afán y entereza de nuestra alma. Intenta asimismo con ello manifestarnos con qué anhelo y con qué tenacidad debemos pedirle en la oración la visita del Espíritu Santo, cuando nos ha abandonado a nuestra miseria. Quiere, en fin, que reconozcamos por experiencia cuán difícil es reconquistar, una vez se ha perdido, el gozo espiritual y la alegría que lleva consigo la pureza del corazón. De ahí la solicitud con que debemos conservarla, cuando la hayamos encontrado de nuevo. Porque de ordinario somos muy negligentes en custodiar lo que creemos se puede recobrar fácilmente.

V. Todo esto nos ofrece una prueba palmaria de que son la gracia y la misericordia divinas !as que operan en nosotros todo bien, y que sin ellas es inútil nuestra diligencia. Si no contamos con su ayuda, todo esfuerzo de nuestra parte para instalarnos de nuevo en aquel estado es inane. La palabra de la Escritura se cumple en nosotros incesantemente: «No es obra del que quiere, ni del que corre, sino de la misericordia de Dios» 1.

No obstante, a veces es en un todo distinto lo que ocurre. Y es que Dios no se desdeña de visitarnos con su gracia, aun a pesar de la negligencia y relajamiento en que ve sumido nuestro corazón. Y lo hace mediante esa inspiración santa de que hablabais. Como tampoco tiene a menos hacer brotar en nosotros abundancia de pensamientos espirituales. Por indignos que seamos, suscita en nuestra alma santas inspiraciones, nos despierta de nuestro sopor, nos alumbra en la ceguedad en que nos tiene envueltos la ignorancia, y nos reprende y castiga con clemencia. Pero hace más: se difunde en nuestros corazones, para que siquiera su toque divino nos mueva a compunción y nos haga sacudir la inercia que nos paraliza.

Finalmente, no es cosa excepcional que en sus visitas nos sintamos inundados súbitamente de ciertos perfumes, cuya suavidad sobrepuja todo lo que el arte y composición humanos pueden concebir y realizar. Entonces el alma, sumergida en este océano de felicidad, queda como arrobada y fuera de sí, hasta perder la noción de la existencia y olvidar que habita en la carne.

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Usa el crucifijo . Da testimonio de Cristo Vivo .

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