Aqui en silencio adoratriz contemple a Dios

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Basilica San Pedro , Vaticano

Amigos que Dios trae a este rincon de la red.

jueves, 2 de junio de 2011

Presencia del Espíritu Santo



–¿Cómo entonces, pregunté al Padre Serafín, podría reconocer en mí la presencia de la gracia del Espíritu Santo?
–Es muy simple, respondió él. Dios dijo: “Todo es simple para quien adquiere la Sabiduría” (Pr. 14,6). Nuestra desgracia es no buscar aquella Sabiduría que, por no ser de este mundo, no es presuntuosa. Plena de amor por Dios y por el prójimo, ella forma al hombre para su salvación. Hablando de esta Sabiduría el Señor dijo: “Dios quiere que todos se salven y alcancen la Sabiduría de la verdad” (1 Tim. 2,41). El dijo a sus Apóstoles, que carecían de esa sabiduría: “¡Cuanta sabiduría os falta! ¿No habéis leído las Escrituras?” (Lc. 24,25-27). Y el Evangelio dijo que El “les abrió la inteligencia, a fin de que pudieran comprender las Escrituras.” Habiendo adquirido esta Sabiduría, los Apóstoles sabían siempre si el Espíritu de Dios estaba en ellos o no, y colmados de este Espíritu, afirmaban que su obra era santa y agradable a Dios. Es por eso, que en sus Epístolas, ellos podían escribir: ” El agradó al Espíritu Santo y a nosotros …” (Ac. 15,28) y estaban persuadidos de que era Su presencia sensible, que enviaba sus mensajes. ¿Entonces, amigo de Dios, veis como es simple?
Yo respondí:
–Sin embargo, no comprendo cómo puedo estar absolutamente seguro de encontrarme en el Espíritu santo ¿Cómo puedo descubrir en mí mismo Su manifestación?
El Padre Serafín respondió:
–Ya os dije que era muy simple y os expliqué en detalle cómo se encontraban los hombres en el Espíritu Santo y cómo era necesario comprender Su manifestación en nosotros. ¿Qué os falta aún?

La Luz no creada
Entonces el Padre Serafín me tomó por los hombros y apretándolos muy fuerte dijo:
- Los dos estamos, tú y yo, en la plenitud del Espíritu Santo. ¿Por qué no me miras?
- No puedo, Padre, miraros. Rayos brotan de vuestros ojos. Vuestro rostro se tornó más luminoso que el sol. Tengo mal los ojos.
El Padre Serafín dijo: No tengáis temor, amigo de Dios. También vos os habéis tornado luminoso como yo. También estáis presente en la plenitud del Espíritu Santo, de otro tundo no habríais podido verme.
Inclinando su cabeza hacia mi, él me dijo al oído: Agradezcamos al Señor el habernos acordado esta gracia indecible, por la cual, como habéis visto, ni siquiera hice la señal de la cruz, sino, apenas oré, con mi pensamiento en el corazón: “Señor, hacedme digno de ver claramente, con los ojos de la carne, el descenso del Espíritu Santo, como Tus servidores selectos, cuando Te dignas aparecer ante ellos en la magnificencia de Tu gloria.” E inmediatamente Dios acogió la humilde plegaria del miserable Serafín. ¿Cómo no agradecerle por este extraordinario don que nos acuerda a los dos? No siempre Dios manifiesta de este modo Su gracia a los grandes eremitas. Como una madre amante, esta gracia consuela vuestro corazón afligido, ante la plegaria de la misma Madre de Dios. ¿Pero por qué no me miráis a los ojos? Osad mirarme sin temor, Dios está con nosotros.
Después de esas palabras, alcé mis ojos hacia él y, nuevamente, un gran temor se apoderó de mi. Imaginaos el rostro de un hombre que os habla envuelto por los rayos del sol del mediodía. Veis el movimiento de sus labios, la expresión cambiante de sus ojos, escucháis el sonido de su voz, sentís la presión de sus manos sobre vuestros hombros, pero al mismo tiempo no percibís sus manos, ni su cuerpo ni el vuestro, nada más que una brillante luz que se propaga alrededor, a una distancia de muchos metros, aclarando la nieve que recubre la pradera y cae sobre el gran staretz y sobre mí mismo.
- ¿Qué sentís ahora? preguntó el Padre Serafín.
- Me siento extraordinariamente bien.
- ¿Cómo “bien”? ¿Qué queréis decir por “bien”?
- Mi alma está llena de silencio y paz inexpresables.
- Esta es, amigo de Dios, la paz de la que el Señor hablaba cuando decía a sus discípulos “Os doy mi paz, que no es la de este mundo… Si fuerais de este mundo, este mundo os amaría. Pero os he elegido y el mundo os odia. Sin embargo estad sin temor ya que yo vencí al mundo (Jn. 14,27; 15,19 y33). A estos hombres, elegidos por Dios pero odiados por el mundo, El les dio la paz que sentís en el presente,“esta paz, dijo el Apóstol, que supera todo entendimiento” (F. 4,7). El Apóstol la llama así porque ninguna palabra puede expresar el bienestar espiritual que siente aquel corazón donde el Señor implantó Su paz (Jn. 14,27). Fruto de la generosidad de Cristo y no de este mundo, ningún bienestar terrenal puede darla. Enviada desde lo alto por Dios mismo, ella es la Paz de Dios… Y ahora, ¿qué sentís?
- Una dulzura extraordinaria.
- Es la dulzura de la que hablan las Escrituras. “Ellos beberán el brebaje de Tu casa y Tú los saciarás con los torrentes de Tu dulzura” (Sal. 36/35,9). Ella desborda nuestro corazón, se derrama en nuestras venas, procura una sensación de delicia inexpresable… ¿Qué sentís, ahora?
- Un goce extraordinario en todo mi corazón.
- Cuando el Espíritu Santo desciende sobre el hombre con la plenitud de Sus dones, el alma humana se llena de un goce indescriptible, el Espíritu Santo recrea en el goce todo lo que toca. De este goce habló el Señor en el Evangelio cuando dijo: “Una mujer que pare está en dolor, habiendo llegado su hora. Pero poniendo un niño en el mundo, ella no se acuerda más del dolor, tan grande es su goce. También vos habréis de sufrir en este mundo, pero cuando os visite, vuestros corazones estarán en el goce, nadie os lo podrá arrebatar” (Jn. 16,21-22).
Por más grande y consolador que sea, el goce que sentís en este momento, no tiene comparación con aquel del cual el Señor dijo, por intermedio de Su Apóstol: “El goce que Dios reserva a los que lo aman, está más allá de todo lo que puede verse, escucharse y sentirse a través del corazón del hombre en este mundo” (1 Cor. 2,9). Lo que se nos acordó en el presente no es más que una cantidad a cuenta de este goce supremo. Y sí, desde ahora, sentimos dulzura, júbilo y bienestar, ¿qué decir de ese otro goce que nos está reservado en el cielo, después de haber llorado aquí abajo? Ahora, amigo de Dios, nos toca obrar con todas nuestras fuerzas para subir de gloria en gloria y “constituir ese Hombre perfecto, en la fuerza de la edad, que realiza la plenitud de Cristo” (Ef. 4,13). “A los que esperan en el Señor, les nacen alas como a las águilas, caminan sin cansancio y corren sin fatiga; ellos renuevan sus fuerzas. (Lc. 40, 31). “Ellos marcharán de altura en altura y Dios se les aparecerá en Sión” (Sal. 84/83, 8). Entonces nuestro goce actual, pequeño y breve, se manifestará en toda su plenitud y nadie podrá arrebatárnoslo, llenos como estaremos de indecibles voluptuosidades celestiales… ¿Aún sentís algo, amigo de Dios?

- Un calor extraordinario.
- ¿Cómo, un calor? ¿No estamos en el bosque, en pleno invierno? La nieve está bajo nuestros pies, estamos casi cubiertos por ella y continúa cayendo… ¿De qué calor se trata?
- De un calor comparable al de un baño de vapor.
- ¿Y el olor es como el del baño?
- ¡Oh no! Nada sobre la tierra puede compararse a este perfume. Recuerdo que, cuando mi madre vivía, yo amaba danzar; y siempre que iba a los bailes, ella me rociaba con perfumes que compraba en los mejores negocios de Kazán. Pero su aroma no era comparable al que ahora percibo.
- El Padre Serafín sonrió.
- Lo sé, mi amigo, tan bien como vos, y es por eso que os lo pregunto. Es verdad –ningún perfume terrenal puede compararse al lindo olor que respiramos en este momento– el buen olor del Espíritu Santo. ¿Qué puede ser semejante a él sobre la tierra? Dijisteis hace un instante que hacía calor, como en el baño. Pero mirad, la nieve que nos cubre, a vos y a mi, no se derrite, así como la que está bajo nuestros pies. Entonces, el calor no está en el aire sino en nuestro interior. Este calor es el que pedimos al Espíritu Santo en la plegaria: “¡Que tu Espíritu Santo nos caliente!” Este calor permitía a los eremitas, hombres y mujeres, no temer al invierno, envueltos como estaban, en un tapado de piel, en una vestimenta tejida por el Espíritu Santo.
Así debería ser en realidad la gracia divina habitando en lo más profundo de nuestro ser, en nuestro corazón. El Señor dijo: “El Reino de los Cielos está en vuestro interior” (Lc 17,21). Por Reino de los Cielos, El entiende la gracia del Espíritu Santo. Este Reino de Dios ahora está en nosotros. El Espíritu Santo nos ilumina y nos abriga. El impregna el ambiente de variados perfumes, regocija nuestros sentidos y baña nuestros corazones de un gozo indecible. Nuestro estado actual es semejante a aquel del que dijo el Apóstol Pablo: “El Reino de Dios , no es el comer y el beber, sino la justicia, la paz y el goce, por el Espíritu Santo”(Rom. 14,17). Nuestra fe no se basa sobre palabras de sabiduría terrenal, sino sobre la manifestación del poder del Espíritu. Este es el estado en el que vivimos actualmente y que el Señor tenía en vista cuando decía: “Os lo digo en verdad, algunos de los que están aquí presentes no morirán hasta que no hayan visto el Reino de Dios llegar con poder” (Mc. 9,1).
He aquí, amigo de Dios, el goce incomparable que el Señor se dignó en recordarnos: estar “en la plenitud del Espíritu Santo.” Esto es lo que entendió San Macario el Egipcio cuando escribió: “Yo mismo estuve en la plenitud del Espíritu Santo.” Humildes como somos, el Señor también nos llenó de la plenitud de Su Espíritu. Me parece que a partir de ahora no tendréis que interrogarme más sobre la manera en que se manifiesta en el hombre la presencia de la gracia del Espíritu Santo.
¿Permanecerá esta manifestación grabada para siempre en vuestra memoria?
- No sé, Padre, si Dios me hará digno de recordarla siempre, con tanta nitidez como ahora.

1 comentario:

  1. Que bello Adri, el amor de Dios, su presencia, su misericordia y ternura son un goce infinito,un abrazo y bendiciones en Cristo y María,
    Carmen

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"No debáis nada a nadie, sólo sois deudores en el amor" (Rm 13,8)

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