Aqui en silencio adoratriz contemple a Dios

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Basilica San Pedro , Vaticano

Amigos que Dios trae a este rincon de la red.

martes, 17 de abril de 2012

MI CUERPO, LUGAR DE ENCUENTRO CON EL VERBO Y TEMPLO DEL ESPÍRITU

A menudo nos gustaría tomar la formula “oración del corazón” de manera simbólica. Hablar del corazón seria un modo imaginario de evocar algo de nuestro interior, es decir algo espiritual. Eso no es correcto. Todos los movimientos del corazón que representan el soporte de nuestra relación con el Padre son movimientos ligados a nuestro ser sensible, material. Sabemos por experiencia -a veces incluso a precio de nuestra salud- que las emociones verdaderamente profundas afectan a nuestro corazón físico.

Dios nos ha hecho así. En el relato del Génesis vemos a Yhavé modelando al hombre del barro de la tierra y afirmando al mismo tiempo que este ser material estaba hecho a su imagen y semejanza. Nuestro cuerpo no es un obstáculo en la relación con Dios. Al contrario, es la mismísima obra del Señor que nos ,ha creado como hijos llamados a recibirle a El en herencia.

Toda la economía de la encarnación del Hijo de Dios nos sitúa en las mismas perspectivas. La Iglesia, desde los primeros siglos, ha luchado con mucho empeño por defender la realidad de que Jesús es verdaderamente un hombre. Nació en la carne y vivió; nos enseñó, sufrió, murió y resucitó.

Estas son las obras humanas del Verbo de Dios que nos han dado y siguen dándonos la vida cada día. La Palabra de Dios llega a nosotros con palabras humanas. Nuestro pecado no ha sido purificado de manera simbólica sino a través de la efusión de la sangre que brota del cuerpo de Jesús. Él verdaderamente ha muerto y resucitado en su carne. Es esta resurrección material la que salva nuestras almas igual que nuestros cuerpos.

En fin, el Espíritu se nos dio a partir de la resurrección corporal del Hijo. Es él, el hijo de María quien nos envía al Espíritu desde el seno del Padre. No es la Palabra increada sino la Palabra encarnada que ha compartido nuestra existencia convirtiéndose en uno de los nuestros.

Experimentamos esta encarnación cada día a través de los sacramentos, la liturgia, la vida en comunidad, la pertenencia al cuerpo de la Iglesia. Todo esto es el fundamento inmediato, la presencia en nuestras vidas de la realidad de Cristo. Sepamos pues acoger a Jesús tal y como viene a nosotros, es decir dirigiéndose a nosotros en nuestro cuerpo. No nos precipitemos deshaciéndonos rápidamente de este intermediario que a veces consideramos un poco como una falta de pureza en nuestra relación con Dios. Eso no es verdad, no es una impureza, sino el mismísimo lugar de encuentro con nuestro Abba.

Igual que nos sería imposible imaginar la vida en comunidad si nuestros hermanos fueran seres sin cuerpo, puros espíritus a los que deberíamos de llegar más allá de su envoltura carnal, de la misma forma sería un rechazo a la realidad del amor de Dios querer abstraerse de la realidad material y carnal presente en el Hijo que viene a nosotros. Efectivamente, la Eucaristía que celebramos cada día es la celebración de un acto que ha contribuido a llegar en su Cuerpo y su Sangre a transformaciones profundas sin abandonarlas ni olvidarlas sino dándoles su plena significación: son una realidad material que es el Hijo de Dios. De la misma manera, nuestro cuerpo es la realidad de lo que somos nosotros con todo su peso, sus límites, sus restricciones. Es mi cuerpo quien entra en contacto con aquella realidad de la cual Jesús dijo:

“Esto es mi cuerpo.” En el encuentro de las dos realidades corporales se establece el contacto de vida entre Dios y yo.

“Si no coméis mi cuerpo y no bebéis mi sangre no tendréis vida en vosotros. Igual que el Padre me ha enviado y yo estoy vivo por él, así el que me come vivirá por mí” (Jn 6,57).

La consecuencia de este estado de cosas es que yo no podría rezar si no orara en mi cuerpo. No puedo abstraerme de mi realidad encarnada cuando me dirijo a Dios. Tampoco es una simple cuestión de disciplina religiosa si hay ciertos gestos impuestos y si existen condiciones materiales que me limitan cuando tengo que dirigirme a Dios. Todo esto corresponde a una única verdad: que Dios me quiere tal y como me ha creado. ¿Por qué voy a querer yo ser más espiritual que él?

Es necesario, pues, aprender a vivir con mi cuerpo y con todas las restricciones que me impone. La comida, el sueño, el sosiego, las enfermedades, los limites de mis fuerzas… no son obstáculos entre Dios y yo, al contrario representan la trama de la tela que establece la continuidad que no puede fallar entre lo más íntimo de la realidad divina y lo más concreto de mi existencia cotidiana. ¿Quién de nosotros no ha pasado por esta experiencia a veces terriblemente dolorosa de sentirse limitado, casi prisionero por culpa, por ejemplo, de problemas de salud?

Si nuestro corazón es leal no podemos decir más que una cosa: que es Dios quien viene a nosotros a través de esos contratiempos dolorosos. Ellos son el verdadero punto de inserción del amor de Dios en nuestra vida. Nuestro corazón acoge a Dios en la medida en que está atento a esta realidad que nos gustaría poder considerar inferior a nuestra vocación espiritual. Tengamos cuidado con las mentiras permanentes que el Príncipe de las mentiras intenta sembrar en nuestro corazón. No juguemos a espíritus puros; sepamos ser algo mucho mejor: hijos de Dios.

1 comentario:

  1. ¡Muchas gracias, este artículo me hace mucho bien!. Lo he publicado (con el enlace) en el muro de mi Facebook, ¿te importa?. Si te molestase lo quito. Un saludo.

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"No debáis nada a nadie, sólo sois deudores en el amor" (Rm 13,8)

Usa el crucifijo . Da testimonio de Cristo Vivo .

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